domingo, 15 de julio de 2012
Sangre de hierro
He escrito tanto sobre ti y ahora que lo necesito no me dejo hacerlo.
No me puedo despedir de ti por la simple razón de que no te irás nunca, y no porque estés en mi corazón o en mi mente, es porque me dejaste tus cejas revoltosas, una pedrada hereditaria. Gastaste tus manos, recién operadas y casi inmóviles, en cambiarme los pañales y arrullarme.
Sacrificabas tu salud, tus huesos, tu tiempo, para que tu nieto aprendiese jotas que cantabais a dúo, para construir corrales con palos y piedras, para que fuese feliz a tu lado en la tierra donde naciste.
Hasta cuando el umbral de tu memoria empezaba a ser invadido me cautivabas con tu risa, con tus coloretes, con la carne que colgaba de tus brazos, con tus infinitas cadenas de besos, con tu llanto sufrido.
Soy egoísta. Te quiero solo para mi recuerdo y no puedo regalarte más que unas líneas que para nada compensan el cuarto de siglo que dedicaste a mí. Eres la única persona que no me ha recriminado nada en la vida, defendiéndome a muerte para la sorpresa de todos. Me has querido como nadie me querrá.
Puro genio, puro nervio, vida de entreguerras, sangre de hierro, de espliego y de tierra.
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